sábado, 3 de noviembre de 2007

SINI: SEMIOTICA Y FILOSOFIA

CARLO SINI
SEMIOTICA Y FILOSOFIA
HACHETTE - 1985
II NIETZSCHE
1. Verdad y lenguaje
El tema del lenguaje no se hace explícito muy a menudo en los escritos de Nietzsche; sin embargo, circula en las profundidades de su obra con una persistencia significativa y peculiar. No nos es posible agotar aquí esta afirmación en toda su extensión de modo que vamos a conformamos con algunas puntualizaciones breves.
Vamos a tomar como punto de partida ese “método genealógico” que suele atribuirse a la segunda etapa (que se inicia precisamente en el año 1876) del pensamiento de Nietzsche y que en realidad se hace ya presente en El origen de la tragedia, de 1872 y en otros escritos menores del mismo periodo. Decimos que se hace presente en el sentido de que es ya un método operativo y en acción. Sostenemos la tesis de que 1. la fuerza que exige el empleo del método genealógico funciona a la manera de un cúneo subterráneo que “horada” la piel schopenhaueriana-wgneriana del joven Nietzsche dejando al descubierto esa piel más profunda que Rhode ya no reconocía (a su manera, es decir, desde afuera, y con razón) como nietzscheana; 2. que este método genealógico se relaciona esencial e íntimamente con el problema del lenguaje, entendido éste como el lugar probable de manifestación de la verdad.
En el tercer capítulo de El origen de lo tragedia, la formulación ante literam del método genealógico (entendido como “destrucción”) se inicia de la siguiente manera:
“Debemos derribar piedra por piedra el edificio estético de la civilización apolínea hasta que nos sea posible ver sobre qué cimientos se ha construido”. Al cabo de esa destrucción, Nietzsche puede escribir:
“He aquí que la montaña encantada del Olimpo se abre a nuestros ojos, mostrándonos sus raíces”.
¿Cuáles son esas raíces? No viene al caso volver a formular aquí la cuestión, tan conocida como complicada, de las relaciones entre lo apolíneo y lo dionisíaco, categorías a las que Nietzsche volverá significativamente durante los últimos meses de su carrera de pensador. Sólo nos interesa decir enseguida y del modo o más rápido posible, cuál era el descubrimiento que se estaba realizando a través de esa contraposición-inclusión entre apolíneo y dionisíaco. El mismo Nietzsche nos lo explicita en Ensayo de una autocrítica, escrito que, en la edición de 1886, intercaló antes de El origen de la tragedia:
Hoy diría que lo que entonces logré captar, algo terrible y peligroso, un problema con dos cuernos, aun cuando no fuera necesariamente un toro, pero en todo caso, sin duda, un problema nuevo, era el problema mismo de la ciencia, la ciencia considerada por primera vez como un asunto problemático y cuestionable […] la ciencia misma, toda nuestra ciencia, ¿qué significa, en el fondo-, si la consideramos como síntoma de la vida? ¿Cuál es su objetivo, y, lo que es peor todavía, de dónde viene toda la ciencia? ¿Cómo? ¿El impulso que nos lleva a la ciencia no será, tal vez, otra cosa que el miedo y la necesidad de salvamos del pesimismo? ¿Una sutil defensa contra… la verdad? ¿Y, en términos morales, algo semejante a la cobardía y la falsedad? ¿O si adoptamos términos inmorales, una simple astucia? ¡Oh, Sócrates! ¿Era éste, tal vez, tu secreto? ¡Oh, misterioso ironista! ¿Fue acaso ésta tu ironía?...
En esta obra, Nietzsche ve en el socratismo, como se sabe, el fenómeno del nacimiento del espíritu científico, no solamente dentro de la civilización griega sino, en la historia del mundo. Sócrates es el símbolo del hombre teórico. Este hombre ha reducido lo apolíneo a la lógica y lo dionisíaco a las "pasiones”. Las pasiones constituyen algo destinado a ser controlado por el logos, por el razonamiento. Nace aquí el dualismo platónico, y luego cristiano, entre razón y sensibilidad, alma y cuerpo; de este dualismo surge el gran problema filosófico del conocimiento concebido como un problema intelectual o conceptual. En el fondo del ideal teorético se instala entonces un optimismo característico:
la fe inquebrantable en que el pensamiento, guiado por el hilo conductor de la causalidad llega hasta los últimos abismos del ser y en que el pensamiento no sólo es capaz de conocer el ser sino además incluso de corregirlo.
Todo esto es para Nietzsche una ‘profunda ilusión’ y un 'sublime delirio metafísico’. En su ‘trabajo de excavación, la ciencia no logra nunca cumplir con su cometido, sino que se resuelve más bien en "búsqueda”. Una vida sin búsqueda, dice Sócrates ante el tribunal, no es una vida digna de ser vivida, y Lessing “el más honesto de todos los hombres teoréticos”, afirmó que, más que la verdad en sí misma, le importaba la búsqueda de la verdad. Se revela así, el secreto profundo de la ciencia que consiste en tender incesantemente a sus propios límites; pero cuando los ha alcanzado, cuando llega a la frontera donde lo racional agota su propio empuje y se niega a sí misma, encuentra allí el arte y el pensamiento mítico, es decir, aquello de donde salió y que lo sostiene todavía, oscuramente.
Pero no puede negarse, sin embargo, que el nacimiento del hombre teorético marcó un hito importante y profundo; se echó entonces una “red de pensamiento” que pretendió abarcar toda la tierra y hasta “incluir en sus leyes un sistema solar entero”, de modo que, “si se contempla la altura maravillosa de la pirámide de la ciencia moderna, no puede uno negarse a reconocer que fue Sócrates el verdadero punto de partida y el eje de la llamada historia universal. Con Sócrates, la civilización mítica perece y se inicia la civilización histórica, es decir, la historia de Occidente, que coincide con la historia de la metafísica y, por consiguiente, con la de la ciencia y la técnica. Esta total revolución en los intereses humanos, que en 1800 llegó a interesar todo el planeta tierra a causa de la difusión e imposición del industrialismo capitalista, es el núcleo de la historia universal, en un sentido que Nietzsche se encargará de explicitar cada vez más para sí mismo a lo largo de sus obras futuras.
No nos interesa exponer aquí la solución a la crisis del “hombre teorético” que Nietzsche propone en El origen de la tragedia (la solución “estética” inspirada en el wagnerianismo) sobre todo porque Nietzsche, como se sabe, abandonará y renegará de esa solución a partir de 1876. Nos interesa, en cambio, la contraposición entre cultura antigua (pre-socrática) y cultura moderna, que Nietzsche esboza en el fragmento sobre La filosofía en la época trágica de los griegos (primavera de 1873). El tema del lenguaje surge justamente en esa contraposición y ocupa un lugar central. El lenguaje filosófico, antes de su degeneración científica con Sócrates y Platón (la dialéctica), repudia el intelecto que calcula, mide y avanza a base de sutiles distinciones, con paso lento y circunspecto, preocupado siempre por la solidez de sus argumentos. El lenguaje filosófico con su comprensión global, con su capacidad de intuir al vuelo semejanzas y analogías, lo supera siempre. Con ágiles pies, la filosofía lanza piedras para vadear el río y llega a la orilla a saltos veloces, aún cuando las piedras que lanzó se hundan inmediatamente después de su paso. Este modo de proceder es, indudablemente, un “filosofar indemostrable” pero esto no es un defecto sino una cualidad, antes que nada por la fuerza y el impulso que ese proceder ejerce sobre la cultura y la vida, y en segundo lugar, porque su cometido no reside en la verdad a cualquier precio sino en el descubrimiento del valor, “de las cosas dignas de ser sabidas, de los conocimientos más grandes y más importantes”. La filosofía presocrática frena así el impulso del conocimiento y le confiere unidad y finalidad. El “pathos cognoscitivo” coincide en ella con el “pathos estético”; el conjunto de la cultura es el que retiene desde adentro la pulsión de conocer, la cual debe desarrollar una acción fecunda y vivificante, debe apuntar a la bella armonía de vida y cultura. Es ésta su “verdad”, la única digna de querer alcanzarse. De lo contrario la ciencia se hunde bajo el saber, en la avidez ciega de querer conocerlo todo a cualquier precio”. “Esto es grande”, dice la filosofía, “y eleva de ese modo al hombre por encima del deseo ciego y desenfrenado de su instinto de conocimiento. Por intermedio de la idea de grandeza, pone coto a este instinto”. Esto implica inevitablemente por otra parte, que el lenguaje filosófico sea un lenguaje metafórico (“transposición metafórica completamente infiel”).
Nietzsche analiza las consecuencias de lo antedicho sobre todo en notas que estaban destinadas, en aquellos meses, a un curso de retórica en la Universidad de Basilea. La retórica, el arte griego por excelencia, nos permite, en efecto, comprender profundamente la naturaleza no solamente del hombre griego sino del fenómeno humano en general. La retórica es una tekné, no una ciencia, pero es también lo que posibilita el lenguaje de la ciencia, al cual proporciona contenidos implícitos, inadvertidos y olvidados (“hay una mitología filosófica escondida en el lenguaje”, escribirá Nietzsche en El viajero y su sombra). E incluso antes de ser una tekné, la retórica es una dynamis, una “fuerza” y más exactamente, una “fuerza de persuasión”:
La fuerza que Aristóteles llama retórica, que es la fuerza de poner a la luz y de hacer ver en cada cosa lo que impresiona y es eficaz, esa fuerza es al mismo tiempo la esencia del lenguaje; esta esencia se refiere tan poco como la retórica a lo verdadero, a la esencia de las cosas; no quiere instruir sino transmitir a los otros una emoción y un aprendizaje subjetivos.
En efecto, el lenguaje no ha surgido en función de la verdad, o con el fin de esclarecer la verdad. Deriva de la fuerza retórica originaria, fuerza que apunta a la persuasión, al hacer valer (y por lo tanto a los valores) y no a lo verdadero. Por otra parte, el hombre mismo (que coincide en su más íntima esencia y naturaleza con el instinto metafórico del lenguaje no ha sido hecho para el conocimiento”, como se lee en el Libro de los filósofos, al que pertenece el fragmento sobre la filosofía presocrática citado antes. La ciencia es ilusoria porque sus conceptos son “nombres” e incluso nombres de dioses enmascarados, nombres de divinidades perdidas y olvidadas. La ciencia “quisiera conocer” pero en el fondo no hace otra cosa que persuadir, a su vez, aunque de un modo oculto e inconsciente: tenemos aquí una alegoría inconfesada y en sí misma alegórica en la medida en que justamente la ciencia es una divinidad femenina, tal vez la industriosa Atenas salida ya armada del cerebro de Zeus.
Estos análisis de Nietzsche llegan hasta poner en tela de juicio los fundamentos sobre los que se había edificado El origen de la tragedia. Retórica y lenguaje no son, en efecto, aspectos particulares del ser humano sino, como ya señalamos, lo que constituye al hombre de manera originaria. Ahora bien:
Lo que caracteriza al hombre es, pues, una “transposición” (Uebertragung) o “transferencia”, que es a la vez una simulación (Verstellung), entendida como perversión-transposición de la representación (Vorstellung). Hay que agregar que la representación misma es una transposición, un reenvío infinito y sin límite. Como dice Lacoue-Labarthe, el lenguaje se basa en un desvío originario e irreductible, al que intenta violentar haciendo idéntico lo no-idéntico, introduciendo una analogía[1]. Si nos referimos al lenguaje escrito, nos encontrarnos con otro desvío ulterior, el que va del sonido al signo escrito, que son heterogéneos.
Pero lo importante es que el análisis que hemos realizado hasta ahora no concierne solamente el lenguaje conceptual, el lenguaje científico-dialéctico, sino al lenguaje en su totalidad. El lenguaje originario, en general todo el lenguaje hablado, es una abstracción y un olvido. Esto hace que las relaciones entre arte y filosofía, entre mito y ciencia, se vuelvan menos nítidas. Filosofía y ciencia se presentarían así como abstracciones que se han delimitado dentro del ámbito del lenguaje mítico-retórico; pero el lenguaje (mítico o científico) es por esencia retórico, y por lo tanto, analógico, metafórico, mitológico, en una palabra, estético (artístico): pero los poetas —podemos recordar a Hesíodo, que decía esto— “mienten demasiado”. El arte mismo, como saber dionisíaco, es algo mentiroso y disfrazado. La metafísica del arte que se expresa en El origen de la tragedia es, pues, una metafísica de la ilusión.
El problema del lenguaje relacionado con el de la verdad vuelve a aparecer en el ensayo del verano de 1873, De la verdad y la mentira en un sentido extramoral, ensayo con el cual damos por terminado el breve examen de estos años cruciales que prepararon en Nietzsche la ‘crisis’ de 1876. El análisis de Nietzsche se refiere sobre todo a la naturaleza del intelecto y al valor del conocimiento. “El intelecto como medio para conservar al individuo desarrolla sus fuerzas principales en la ficción”. En general, Nietzsche tiende a desvalorizar completamente la esfera de la consciencia, a la cual concibe como una fantasmagoría, como un sueño ilusorio. La consciencia es un lugar de apariencias, un espacio de ilusiones (tanto durante el sueño como en el estado de vigilia), una zona engañosa de luz que oculta la vida verdadera y profunda. El hombre, “encerrado’’ en su consciencia, permanece lejos del entrevero de sus entrañas, del rápido flujo de su sangre, de los estremecimientos complejos de sus fibras. El hombre se ignora a sí mismo, ignora su realidad fisiológica y el fondo pasional de su ser.
"La naturaleza nos ha robado la llave y ay de aquél que llevado por una fatal curiosidad, logre alguna vez mirar a través de una hendija de la celda de la conciencia, afuera y hacia abajo, y que tenga un día el presentimiento de que el hombre está suspendido, en medio de sus sueños, sobre algo despiadado, ávido, insaciable, y, por así decir, encaramado sobre la espalda de un tigre".
Si el intelecto, según esto, existe al servicio de la sobrevivencia y no de la verdad, ¿cómo nace entonces la pretensión a la verdad? Que esa pretensión se origine en un impulso “honesto y puro” es impensable. Como instrumento de conservación, el intelecto es en sus orígenes una ficción, una astucia destinada a que los demás individuos no lo sometan a sus fuerzas. La pretensión a la verdad surge, más bien, de un pacto social entre los hombres; en ese pacto, se establece lo que sólo después se convendrá en llamar “verdad’; en otras palabras se encuentra una designación de las cosas que sea válida y capaz de vincular a todos entre sí bajo un denominador común; la legislación del lenguaje proporciona, de esa manera, las primeras leyes de la verdad. Es éste y no otro el origen de donde nace luego la oposición entre verdad y mentira.
De este modo, la verdad y la mentira vienen a ser valores sociales; no se relacionan con el “conocimiento puro” (por el cual los hombres no tienen ningún interés) sino con la necesidad práctica de no ser engañados por los semejantes o por los demás miembros de la sociedad. Por otro lado, verdad y mentira corresponden al uso correcto de las convenciones lingüísticas, las cuajes no han surgido tampoco con la finalidad de conocer, sino para establecer un acuerdo en la acción social.
¿Qué es, entonces, lo que llamamos “verdad’’?
Una entidad mudable inconstante hecha de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en suma, un conjunto de relaciones humanas que se han potenciado poética y retóricamente, que han sido transpuestas y embellecidas, y que luego de un prolongado uso, se presentan a un pueblo con una apariencia de solidez, de normatividad y poder de cohesión social; las verdades son ilusiones, cuya naturaleza ilusoria se ha olvidado, son metáforas que se han gastado y han perdido toda fuerza sensible, son monedas donde las imágenes se han borrado y que se toman entonces por mero metal, no ya por monedas. Hasta hoy no sabemos de dónde proviene el impulso hacia la verdad; en efecto, hasta ahora no hemos oído hablar más que de la obligación que impone la sociedad en cuanto a que esa verdad exista, y que no consiste en otra cosa que en usar las metáforas usuales: usar las metáforas usuales es equivalente a ser verídicos. La expresión moral de esto es la siguiente. Hasta ahora, hemos oído hablar solamente de la obligación de mentir de acuerdo a una convención adquirida, o sea, de mentir como es preciso mentir a una multitud en un estilo capaz de ser entendido por todos por igual.
Sobre la base de esta imposición social, el hombre, diferenciándose en esto de los animales, construye sus castillos conceptuales, que no por ser, sin duda, extraordinarios y admirables son “verdaderos”. Como “residuo de una metáfora”, el concepto se origina en “la transposición artística de un estímulo nervioso en imágenes”. Podríamos decir que el concepto es un poiein, un “hacer” (en general, un “hacer abstracción”), y no un conocer. Se define este hacer como una “metamorfosis del mundo del hombre”, como humanización del mundo, como un esfuerzo por “comprender el mundo como una cosa humana”. El mundo en su totalidad se configura, de esa manera, poco a poco como “el eco repetido infinitamente de un sueño originario, o sea, del hombre, como el reflejo agrandado de una imagen primordial, es decir, del hombre”. Si la palabra, en su sustancia más genuina, es grito, sonido músico-pasional, este primer grito es ya una metáfora poética que tiende a asimilar antropomórficamente el mundo. De aquí proviene el error inicial: en el proceso que va del grito hasta el lenguaje articulado y el concepto, el hombre cree que tiene las cosas “inmediatamente delante de sí, como objetos puros”; pero olvida de ese modo que “las metáforas originarias de la intuición siguen siendo siempre metáforas, a pesar de lo cual las toma por las cosas en sí mismas”.
Toda la historia de la humanidad se presenta así como una creación estética. El hombre es un “sujeto artísticamente creador” que ignora todavía que lo es: cree en sus metáforas, en los sueños de su conciencia, y sólo a este precio “puede vivir con cierta calma, seguridad y coherencia”. La historia humana es idéntica al impulso de crear palabras y conceptos. Esto ocurre de dos modos: en primer lugar, por medio del mito y el arte; luego (“en épocas posteriores”) por medio de la ciencia. Nietzsche dibuja así dos tipos de hombre o de humanidad: el hombre intuitivo y el hombre racional, a los cuales sólo responden diferentes tipos de cultura o civilización. Se da por sentado que ninguno de los dos se acerca más que el otro a la verdad, ya que ambos están capturados en el juego originario e inconsciente de las metáforas. Más bien habría que decir que reaccionan de modos diferentes a los problemas de la vida y les dan soluciones antitéticas. No interesa aquí recordar cuáles son esas soluciones. Lo que importa es que tanto el hombre intuitivo como el racional “desean dominar la vida”; hombres del impulso metafórico, a ambos los mueve desde lo más profundo lo que Nietzsche llamará más adelante “la voluntad de poder”. Los medios (el arte y la ciencia) son antitéticos pero la finalidad es la misma; tanto el arte como la ciencia son metáforas, autoengaños, proyecciones antropomórficas. Si bien es cierto que el hombre racional es doblemente metafórico (sus conceptos son abstracciones de nombres de dioses olvidados, metáforas de metáforas), también es cierto que el hombre intuitivo ignora tanto como el racional que “es un sujeto artísticamente creador”. Ambos creen en sus respectivas metáforas, ignorando que sean metáforas.
La crítica del lenguaje como “presunta ciencia” constituye un momento esencial de este proceso. La ilusión primordial de la metafísica reside en el lenguaje; la metafísica cree que, por medio del lenguaje, puede “hacer salir al mundo entero de sus goznes y adueñarse de él”; el hombre creía realmente que el conocimiento del mundo se encerraba en su lenguaje. El creador del lenguaje no tenía la humildad de creer que él no hacía más que dar denominaciones a las cosas; se imaginaba, en cambio, que con las palabras expresaba el más alto saber sobre las cosas; en realidad, el lenguaje es el primer escalón en el camino esforzado que lleva a la ciencia.[2]
Pero veamos ahora de qué manera se articula este tema en Más allá del bien y del mal. ¿Cuáles son los fundamentos de la metafísica y de toda filosofía dogmática?
…una simple superstición popular que se remonta a épocas inmemorables (como el supuesto de que hay un alma, o la superstición del sujeto y el yo, que todavía hoy no dejan de crear confusiones), quizás algún juego de palabras, una seducción de la gramática o una generalización audaz de datos que son de hecho mucho más limitados, muy personales, muy humanos, demasiado humanos[3].
Léase, además, el aforismo 20 sobre la “filosofía de la gramática” y el aforismo 17 sobre la “superstición de los lógicos”, donde se aclara ulteriormente el vínculo que une el lenguaje con la superstición del sujeto: no es el sujeto o el yo el que piensa; es un ello el que piensa (más exactamente, que es pensado); pero el ello “contiene ya una interpretación del proceso y no se integra en el proceso mismo. En este punto se termina sacando las conclusiones obedeciendo en realidad a la costumbre gramatical...”.

“En lo que respecta a la superstición de los lógicos: no me cansaré de subrayar una y otra vez un hecho pequeño y exiguo, que esos supersticiosos confiesan a disgusto, - a saber, que un pensamiento viene cuando “él” quiere, y no cuando “yo” quiero; de modo que es un falseamiento de la realidad efectiva decir: el sujeto “yo” es la condición del predicado “pienso”. Ello piensa: pero que ese “ello” sea precisamente aquel antiguo y famoso “yo”, eso es, hablando de modo suave, nada más que una hipótesis, una aseveración, y, sobre todo, no es una “certeza inmediata”. En definitiva, decir “ello piensa” es ya decir demasiado: ya ese “ello” contiene una interpretación del proceso y no forma parte del mismo. Se razona aquí según la rutina gramatical que dice “pensar es una actividad, de toda actividad forma parte alguien que actúe, en consecuencia-”. Más o menos de acuerdo con idéntico esquema buscaba el viejo atomismo, además de la “fuerza” que actúa, aquel pedacito de materia en que la fuerza reside, desde la que actúa, el átomo; cabezas más rigurosas acabaron aprendiendo a pasarse sin ese “residuo terrestre”, y acaso algún día se habituará la gente, también los lógicos, a pasarse sin aquel pequeño “ello” (a que ha quedado reducido, al volatilizarse el honesto y viejo yo)” (Nietzsche, F., Más allá del bien y del mal, aforismo 17).

El célebre motivo de la máscara[4] se entrelaza continuamente con el problema de la voluntad de verdad y lleva implícito, como veremos, el problema mismo del lenguaje y la interpretación. “Todo lo que es profundo ama la máscara” (af. 40); pero, ¿qué significa “profundo”? ¿Cuál es el fondo, o mejor dicho, el fondo sin fondo, al que se alude en esta frase? Por un lado, la máscara oculta una “virtud”: la virtud del hombre del conocimiento, del “experimentador”; la máscara oculta una peligrosa curiosidad”, una “versatilidad” y un “arte del disfraz” que nacen de “las más intimas tendencias” de la misma voluntad de conocer. Pero, ¿es ésta realmente una virtud? ¿No es más bien, como observa Nietzsche, “casi una fe”, o sea, la última expresión de ese mundo “decadente” basado en valores morales, de esa “tranquila conciencia” filistea, de esa metafísica apolíneo-socrática cuya “destrucción” y “alteración” el dionisíaco Nietzsche quiere proclamar y que, de hecho, declara? Por otro lado, la máscara oculta una ambigüedad y una contradicción (Nietzsche es muy consciente de ello), ya que ¿la voluntad de destruir todas las máscaras no es también, a su vez, una máscara? ¿Y qué tipo de máscara? ¿La de Edipo o la de la Esfinge? ¿La de Apolo o la de Dionisios? “En toda voluntad de conocimiento hay siempre una gota de crueldad” (af. 229). Crueldad que se opone al espíritu multiforme de la vida, a la “eventual voluntad del espíritu de dejarse engañar”, a la “multiformidad misma de las máscaras” y al goce narcisista que se despliega en ellas.
En contra de esta voluntad de apariencia, de simplificación, de máscaras, de manto, en resumen, de superficie —ya que toda superficie no es más que un manto encubridor— se yergue esa sublime inclinación del hombre del conocimiento, que capta y quiere captar las cosas en su profundidad, en su multiformidad, en sus raíces: esta suerte de crueldad de la conciencia y del goce intelectual que cualquier pensador apasionado reconocerá en sí mismo, siempre que haya temperado y aguzado durante todo el tiempo necesario —como es inevitable-, su propia mirada para consigo mismo y que se haya acostumbrado a una rigurosa disciplina así como a un lenguaje riguroso. El que así hubiere hecho se dirá: “Algo cruel hay en el impulso de mi espíritu” ¡por lo cual las gentes virtuosas y amables tratarán de disuadirlo! (af. 230)
Pero no solamente hay crueldad; la redacción provisoria de este aforismo es más explícita al respecto. “El conocimiento, escribe Nietzsche, es una misión dura y casi cruel. El que trabaja teniendo esa misión como meta tendrá un enemigo en sí mismo y en sus semejantes”. Pero no es todo. Hay que añadir la pregunta que está destinada a perturbar luego: “¿Y por qué ese hombre trabaja con ese fin?... Un hombre semejante es un problema” (p. 404). La parte final del aforismo en su redacción definitiva habla de este “problema”, aunque de un modo bastante atenuado:
¿Por qué conocer, en general? Todos se lo preguntarán. Y nosotros que estamos sin cesar al acecho, nosotros que nos hemos hecho esta pregunta cien veces, no hemos encontrado ni encontramos ninguna respuesta mejor.
Es aquí donde una gran ola de sospecha paralizante se apodera de la voluntad de verdad. ¿Qué quiere realmente la voluntad de verdad?
Yo no creo que un “instinto de conocimiento" sea el padre de la filosofía sino más bien que un instinto diferente, en este caso como en otros, se ha servido del conocimiento (o del conocimiento equivocado) solamente como de un instrumento (af. 6).
Toda la “Voluntad de saber” de la historia de la filosofía y de la ciencia ha germinado sobre “la base de una voluntad mucho más poderosa, esto es, la voluntad de no saber, la voluntad de la incertidumbre, de la no verdad” (af. 24). El nuevo filósofo, que ha comprendido esto, debe evitar el “martirio”, debe cuidarse de sufrir “por amor a la verdad” [. . .] El martirio del filósofo, su “holocausto por la verdad”, nos hace ver con toda claridad todo lo que hay en él de demagógico y de histriónico; y ya que hasta hoy se lo ha contemplado solamente como una curiosidad artística, puede resultar comprensible que respecto de muchos filósofos se despierte el peligroso deseo de contemplarlos de una vez por todas también en su degeneración (degenerados en la figura del “mártir” y rebajados al nivel de histriones y tribunos). Pero si se tiene ese deseo, hay que ser claro en cuanto a qué habremos de ver; y no veremos otra cosa que una representación satírica, una farsa representada después de haber corrido el telón, la permanente demostración de que la larga y verdadera tragedia ha terminado, siempre que admitamos que toda filosofía haya sido, en su origen, una tragedia (af. 25).
Se trata, pues, del fin de la tragedia del conocimiento.
Yo mismo, de un tiempo a esta parte, he cambiado mis ideas respecto del problema de los engañadores y los engañados (ya se trate de un engaño convenido por anticipado o de un engaño que tome de sorpresa); he aprendido a valorarlos de otro modo, y tengo listas por lo menos un par de pistolas en la cintura para defenderme del ciego furor que acomete a los filósofos cuando sospechan que pueden ser engañados. ¿Y por qué esto no podría ocurrir? (Que la verdad tenga un valor mayor que la apariencia no es sino un prejuicio moral, más aún, no existe afirmación peor demostrada que ésa. Tengan a bien, pues, confesarse a sí mismos lo siguiente que no habría el menor signo de vida si no fuera por la existencia de valoraciones e ilusiones falsas, y que si, para seguir el virtuoso entusiasmo y las estupideces de algunos filósofos, se quisiera suprimir completamente del medio el “mundo aparente” (¡y bien!, puesto que ustedes son capaces de hacerlo), tampoco quedaría más nada en este caso, de vuestra “verdad”. ¿Hay acaso algo que pueda obligarnos a admitir que existe una antítesis substancial entre “verdadero” y “falso”? ¿No bastaría quizá con reconocer que existen diversos grados de ilusoriedad?... (af. 34).
Al fin de cuentas
Una cosa podría ser verdadera aun cuando fuera dañina y peligrosa en grado extremo: podría incluso ser posible que la constitución intrínseca de la existencia implicara que no pueda conocérsela a fondo sin perecer, de tal modo que el vigor de un espíritu podría medirse justamente en base a la dosis de verdad que haya logrado soportar o, más claramente, en base al grado de necesidad que haya tenido de sujetarla, disimularla, endulzarla, atenuarla y falsificarla (af. 39).
Se deduce de esto que la exaltación del conocimiento “por amor al conocimiento” no es nada más que “la última trampa que nos tiende la moral”, en su negación decadente de la vida. “‘Allí donde está el árbol del conocimiento está siempre el paraíso’, así dicen las serpientes más viejas y las más jóvenes”, reza la sentencia 152 de Más allá del bien y del mal.
Una doble consecuencia parece resultar de estos interrogantes y de esta búsqueda oscilante. La voluntad de verdad tiene dos caras: una de ellas representa la “crueldad” de los filósofos para consigo mismos y para con las innumerables máscaras de la vida; no es otra cosa que un aspecto ulterior del gran engaño metafísico y moral que nació con Platón y se potenció con el cristianismo, culminando en la décadence y el nihilismo contemporáneos. Pero su otra cara en la medida en que la voluntad de verdad rige un saber que se funda de hecho en el no saber, en el no querer saber, implica la creación de nuevas máscaras y por lo tanto de nuevos “valores” (cf. af. 2ll). El filósofo, es un creador de valores, “valores que se han vuelto dominantes y que ‘han podido adoptar durante un tiempo el nombre de ‘verdad’ […] Los verdaderos filósofos (Nietzsche piensa en los presocráticos y también en él mismo) son aquellos que gobiernan y legislan”.Después de haber dado término a Más allá del bien y del mal y al Prefacio a la reedición de sus obras (durante el verano de 1886), Nietzsche compone el quinto libro (Nosotros que no tenemos miedo) que habrá de agregar a la reedición de La Gaya Ciencia. Vuelve a aparecer aquí el tema de la voluntad de verdad, que ocupa el centro de sus intereses. De nuevo y con insistencia, quiere explicar la naturaleza esencial del problema que se encierra en ese tema:
“¿Es necesaria la ciencia?” Para que esta pregunta haya podido formularse, es necesario que haya tenido ya antes una respuesta no solamente afirmativa sino afirmativa hasta el punto de que se exprese este principio, esta fe, esta convicción: “Nada es más necesario que la verdad; en comparación con ella, todo lo demás posee un valor puramente secundario”. ¿Qué es, pues, esta incondicionada voluntad de verdad? ¿Es la voluntad de no dejamos engañar? ¿Es la voluntad de no engañar? En efecto, la voluntad de verdad puede interpretarse también de este modo, siempre que bajo la generalización “yo no quiero engañar” se entienda y se incluya el caso singular “yo no quiero engañarme”. Pero ¿Por qué no habríamos de engañar? ¿Por qué no habríamos de dejamos engañar? […] ¿Qué sabéis vosotros a priori acerca de la existencia para poder decidir si es más ventajoso desconfiar completamente o ser absolutamente crédulos? […] “No quiero engañarme ni siquiera a mí mismo”: con esta fórmula entramos en el ámbito de la moral. Hagamos, en efecto, solamente esta pregunta de fondo: “¿Por qué no quieres engañar?”, sobre todo si tenemos en cuenta que debería existir la apariencia— ¡y existe!—, que la vida está hecha de apariencia, quiero decir, de error, engaño, hipocresía, ceguera, autoceguera, o que por otro lado comprobamos que la forma más grande de la vida se nos ha hecho siempre visible a través de los hombres más pérfidos y desprejuiciados. Una intención semejante, interpretada con benevolencia, podría ser una quijotada, la pequeña insensatez de un entusiasta; pero también podría ser algo peor, es decir, un principio de destructivo, hostil a la vida … “Voluntad de verdad” podría equivaler también a una oculta voluntad de muerte [. . .] ¡Y bien! Se habrá comprendido adónde quiero llegar, es decir, que hay siempre una fe metafísica sobre la que descansa nuestra fe en la ciencia; que también nosotros, hombres del conocimiento de hoy, nosotros, ateos y antimetafísicos, seguimos sacando nuestro fuego de aquel brasero alumbrado por una fe milenaria, esa fe cristiana que era también la fe de Platón, para la cual Dios es verdad y la verdad es divina… Pero, ¿cómo es esto posible, si se evidencia como cada vez más indigno de crédito, si nada ya se manifiesta como divino salvo el error, la ceguera, la mentira, si Dios ha sido nuestra más larga mentira? (af. 344).
La voluntad de verdad sería, pues, una oculta voluntad de muerte. ¿Nada más que eso o algo más? Sí, es algo más. Hemos visto que Nietzsche oscila, insatisfecho, entre muchas posibilidades ambiguas. Sigue preguntándose cuál es el origen de nuestro concepto de conocimiento. ¿No se origina en el deseo de reducir lo desconocido a lo conocido, lo que es inquietante, insólito, problemático, a algo que sea para nosotros habitual y familiar? ¿No es ésa la causa profunda de nuestra necesidad de conocer? Y entonces, ¿no sería el instinto del miedo el que regiría nuestro deseo de conocer? (af. 355).
Pero ¿qué sentido puede tener este instinto si “el error es el supuesto del conocimiento? “¿Cómo es posible, en general, alguna especie de verdad, si tiene que apoyarse en la no verdad fundamental del conocer?” En los esbozos destinados a componer el quinto libro de La Gaya Ciencia la respuesta, que se ha anticipado ya en otros textos, se hace perentoria: la voluntad de verdad no es más que un instrumento de la voluntad de poder. La lucha con la moral parece incluso estar superada: “Todos los instintos y las fuerzas que la moral ataba son para mí esencialmente iguales a los que ella rechaza y reprueba; la justicia, por ejemplo, se me presenta como voluntad de poder, la voluntad de verdad como un instrumento de la voluntad de poder”. Es así que todas las máscaras multiformes parecen reducirse a la última, a la voluntad de poder.
Pero lo que nos interesa en todo esto es que esta evolución implica o, mejor dicho, justifica la aceptación sin reservas de una hermenéutica infinita, de una interpretación infinita cuyo vehículo es el lenguaje, el signo lingüístico. En un fragmento póstumo que data de esos años leemos: “¿Qué puede ser el conocimiento? ‘Interpretación’, no ‘explicación’”. Leemos además, en otro borrador de La Gaya Ciencia:
El origen de nuestros juicios de valor: nuestras necesidades. No habría que ir a buscar el origen de lo que creemos que son nuestros “conocimientos” solamente en modos antiguos de valoración, con lo cual se confirmaría que éstos pertenecen a nuestro ser más profundo […] El mundo visto, sentido e interpretado de tal modo que la vida orgánica se mantenga en esta perspectiva de interpretación. El hombre no es solamente un individuo sino también la vida orgánica toda que sigue su camino en una dirección determinada. El hecho de que él subsista prueba que también ha subsistido un modo de interpretar (aunque éste siga siempre elaborándose), que el sistema de interpretación no ha cambiado. “Adaptación”. Nuestra “insatisfacción”, nuestro “ideal”, etcétera, son quizá una consecuencia de esa parte de interpretación que hemos incorporado en nosotros, desde nuestro propio punto de vista.
El aforismo 374 de La Goya Ciencia (Nuestro nuevo “infinito” que pertenece por supuesto también al libro quinto) nos dice la conclusión final:“El mundo se ha vuelto para nosotros, una vez mas, ‘infinito’, en la medida en que no podemos evitar la posibilidad de que encierre en sí interpretaciones infinitas”. Pero entonces, ¿qué hacer con los “hechos”, los hechos que la ciencia reivindica con tanta tenacidad?
No, en realidad no existen hechos, sólo existen interpretaciones. No podemos comprobar ningún hecho “en sí”, es quizá absurdo pretender algo parecido. “Todo es subjetivo”, decís vosotros; pero esto es ya una interpretación, el ‘Sujeto’ no es algo dado solamente es algo que la imaginación ha añadido, una cosa agregada con ulterioridad. ¿Es necesario, al fin y al cabo, imaginar todavía un intérprete detrás de la interpretación? Esto es un invento, una pura hipótesis. El mundo es cognoscible en la medida en que la palabra “conocimiento” tenga algún sentido; pero el mundo es interpretable de modos diversos, no tiene un sentido detrás de sí, sino innumerables sentidos. “Perspectivismo”.

2. “Nuestro nuevo infinito”
Las palabras del “hombre loco” (La Gaya Ciencia, af. 125) han sido estímulo para que eruditos y lectores de Nietzsche hicieran las más variadas interpretaciones. Esas palabras, que anuncian la muerte de Dios, de ese Dios “que todos hemos contribuido a matar”, se colocan, en efecto, en un epicentro ideal que divide el itinerario creativo de Nietzsche en dos partes: la que es anterior a esa proclamación, y todo lo que sigue a ésta. Aceptar como tal este epicentro ideal invalida en amplia medida el problema del llamado “cambio de frente” del Nietzsche de la ‘época iluminista’ en relación al Nietzsche joven, schopenhauereano y wagneriano. En realidad, un desarrollo homogéneo y coherente vincula al primero y al último Nietzsche, pasando por la proclama de la muerte de Dios que hace de puente y que unifica en un presente el pasado y el futuro. Esta unidad de sentido y de destino no se reduce, por otra parte, a la biografía personal de Nietzsche (no tiene sentido, como ya observó Heidegger, identificar esa unidad de sentido con el hecho casual del “ateísmo” personal de Nietzsche), ni a la historia de una “enfermedad” (la etapa juvenil), de una “convalecencia” (la etapa iluminista) y de una “curación” (la etapa madura constituye, como vimos, su ambigua catástrofe) lo que se reproduce en este itinerario, como en miniatura, es el destino total de una cultura y una civilización, de nuestra civilización, de modo que, una vez más, Heidegger tiene razón en decir, como ya vimos antes, que la lucha de Nietzsche contra Wagner, a condición de entenderla adecuadamente, significa un hito decisivo para el hombre contemporáneo. La proclama de la muerte de Dios funciona, así, como una bisagra entre el comienzo y el final de la parábola nietzscheana, apareciendo en efecto en esa obra-eje que es, en la producción de Nietzsche, La Gaya Ciencia.Sin embargo, no hay intérprete de Nietzsche que no haya notado que la proclama de la muerte de Dios del aforismo 125 de La Gaya Ciencia (preparado y anticipado por el aforismo 108 con el que se inicia el libro tercero, esencial, de esta obra, aforismo en que se afirma ya que Dios ha muerto, sí, pero que su “sombra” permanece todavía sobre la tierra y es preciso combatirla aún) va acompañada e incluso precedida por un grito enigmático y paradójico con el que el hombre loco da comienzo a su espectáculo; ese grito viene a advertir a los hombres que están en el mercado y luego a los que están en las iglesias, que Dios ha muerto; pero a la vez se presenta de otro modo, ya que grita: “¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!”, ¿Por qué buscaría todavía a Dios aquél que viene a revelamos su muerte? ¿Qué se oculta detrás de esta contradicción que no es, por cierto, casual? Esta es la pregunta que, mejor que ninguna otra, puede llevarnos al centro de otro aforismo crucial, el 374 del quinto libro, que, como ya sabemos, afirma: ‘el mundo se ha vuelto para nosotros, una vez más, ‘infinito’. La muerte de Dios y “nuestro nuevo infinito” son así los términos de una relación que nos va a iluminar para que nos sea posible encontrar una huella esencial, o un camino, en medio de la ingens sylva de la obra nietzscheana. Este camino no es en absoluto desconocido para nosotros, ya que nos llevará, como veremos, de la semiótica hasta la cosmología, haciéndonos recorrer un itinerario que hemos hecho ya en compañía de Peirce. Sin embargo, aunque la dirección de la huella tenga algunas afinidades, el paisaje que se divisa atrás es profundamente diferente (pese a algunas analogías sorprendentes), ha cambiado hasta el punto de volverse incognoscible. Pero esta diferencia misma no es casual, ni se reduce a la distancia que media entre las biografías de dos pensadores de personalidad y formación tan ajenas; en efecto, sería posible demostrar (cosa que no entra dentro de nuestros propósitos) que también aquí está en juego una distancia más sustancial que de cierta manera dibuja, sin que pretenda agotarlo, el horizonte total, de nuestra cultura y de sus problemas[5].
Pero lo que debemos observar ahora sobre todo es un orden, eficacia y espíritu de síntesis: nos proponemos encontrar la punta de este embrollado hilo de Ariadna, para orientamos en un territorio tan laberíntico.
Volvamos a recorrer, aunque rápidamente, desde el comienzo, el pensamiento de Nietzsche a partir de El origen de la tragedia (producto, a su vez, de muchos años fecundos de formación y de varios ensayos e intentos). Preguntémonos nuevamente: ¿cuál es el problema que incita en lo profundo la búsqueda del joven Nietzsche? Responderemos que ya entonces se trata de un problema de “interpretación”. Nietzsche no se preocupa por reconstruir eruditamente un momento de la cultura griega (el origen de la tragedia): su problema es, más bien, hermenéutico en todo el sentido de la palabra. ¿Cómo hay que interpretar el mundo griego, empezando por Homero? Es éste el problema que estimula al joven Nietzsche. Su indagación no se agota en el mero ámbito filológico: interpretar el mundo griego significa interpretar nuestras propias raíces, nuestro origen, y por ende, también nuestro destino. Su interpretación tiene como eje, como ya sabemos, la distinción entre lo apolíneo y lo dionisíaco, y esta distinción corresponde a la relación interpretación-vida. Esta relación resulta esencial para comprender todo el pensamiento de Nietzsche y gran parte del pensamiento contemporáneo[6]. Aunque Nietzsche esté lejos todavía de comprender con claridad el verdadero sentido de su itinerario, es innegable, sin embargo, que detrás de la imagen de Apolo se oculta el descubrimiento del concepto de lo hermenéutico y que detrás le la imagen de Dionisios descubre, asimismo, el concepto de lo vital. Apolo es el intérprete de los sueños; es la luz que ilumina y manifiesta y a la vez obnubila y oculta, justamente porque ilumina y pone ce manifiesto. Apolo es el que guía, el que inspira la interpretación ofreciéndola luego a la jerarquía resplandeciente de los dioses olímpicos (a los entes del ser en su totalidad): pero al mismo tiempo es el que hace correr el riesgo de la interpretación a los mortales que lo escuchan; es él el que da respuestas y explicaciones, pero, al hacerlo, arrastra al mortal consigo, lo implica, y con su ojo solar totalmente abierto (alethés) los fascina y deslumbra.
Dionisios, en cambio, en su ciclo incesante, en su perpetuo nacer y perecer, es el dios de la vida multiforme y escondida. Representa la vida que se hace a pedazos, multiplicándose en los entes infinitos, devorada por Cronos y encontrando nuevamente su unidad, reabsorbiéndose en su totalidad siempre renaciente. Dionisios es el enigma del devenir, es la primera forma que adquiere la interpretación nietzscheana de Heráclito, con la cual se inicia la separación respecto de Schopenhauer.
Estas dos figuras, estos dos momentos, encuentran su “milagrosa” fusión en la tragedia griega; ésta es, por lo tanto una síntesis armoniosa (aunque a punto de disolverse como ya vimos) de vida e interpretación y en cuanto tal marca el pasaje de la naturaleza a la cultura[7]. Antes de su decadencia socrática y de su caída en el nihilismo, el hombre griego es, por lo tanto, el hombre que interpreta la vida en clave estético-trágica. Pero el advenimiento del socratismo quiebra el equilibrio entre lo apolíneo y lo dionisíaco rompiendo el vínculo que los unía. La tragedia muere y, con ella, perece también el confiado abandono estético a la fatalidad repetitiva de la vida. El mito del hombre “esclavo” de Dionisios[8] es remplazado por el mito del “humanismo”, del hombre movido por la “voluntad de verdad”, del hombre empeñado en dominar la vida (en dominar “moralmente” sus pasiones), del hombre que apunta a adueñarse de la tierra mediante el deus ex machina euripideano y alejandrino, mediante el optimismo progresista de la lógica y de la ciencia; potenciado hasta el infinito, el hombre se convertirá en Dios; he aquí el mito que se impone a modo de destino a la civilización occidental después de su revolución socrática.
A partir de entonces, Nietzsche se dedica a analizar apasionada y polémicamente la cultura moderna nacida del socratismo. A esta cultura opone la filosofía presocrática entendida como filosofía de la salud y la plenitud vitales[9]. El fenómeno de la vida es un fenómeno de equilibrio entre dos extremos, al modo de una cuerda tendida entre dos abismos: hay una vitalidad que es incremento creativo, y por otro lado existe lo contrario, es decir, el exceso que se autodestruye y arrastra consigo la decadencia. De un modo similar, el concepto de cultura presenta dos aspectos. La cultura es positiva en la medida en que sirve a la vida, en la medida en que el hombre interpreta para vivir y no vive para interpretar. Pero la cultura se destruye a sí misma destruye la vida si cae en el exceso, si una legislación superior del “valor no controla el impulso que lleva a conocerlo todo, a medir todo de acuerdo a sus parámetros (a los del hombre teorético), a adueñarse de todo, a comunicarlo y traducirlo todo en mera información. La filosofía presocrática pone un límite al intelecto que calcula cual es el límite de las cosas dignas de ser conocidas”; mantiene un dominio sobre el instinto de conocimiento, así como la tragedia que le es coetánea, imponiendo el limite (peras), la norma (nomos) y el cánon de la belleza, sublima y redime el impulso tiránico de la vida ignorante de sus límites (apeiron) y le arrebata su exceso dionisíaco.
Del mismo modo deberíamos interpretar el llamado “manifiesto del antihistoricismo” incluido en la segunda de las consideraciones intempestivas; en este escrito, la relación cultura-vida se especifica y se define como relación entre historia y vida, entre espíritu histórico y espíritu vital. Nietzsche concibe el historicismo como una ilustración típica de una cultura decadente, de una cultura que vive para interpretar y no al revés. Pero el historicismo, por otra parte, no es sino el último producto de la metafísica socrático-platónica, el fin de la filosofía occidental, que ha eliminado el espíritu trágico reemplazándolo por el progreso de la razón “indagadora” y del humanismo victorioso.
Pero Nietzsche empieza, a partir de este punto, a preguntarse si la distinción y contraposición entre dionisíaco y socrático no es tal vez demasiado simple, si no oculta otras cuestiones quizá más importantes. La “filosofía de la sospecha” de Nietzsche se atreve primero a “desacralizar” la filosofía socrática y luego se vuelve contra sí misma. Esta autocrítica se expresa con mucha claridad en el breve ensayo de 1873: De la verdad y la mentira en un sentido extramoral. Nietzsche se pregunta en este escrito qué significa “interpretar”, y se lo pregunta en conexión con el problema del lenguaje: ¿qué tipo de animal es el hombre en tanto habla, en tanto está dotado de lenguaje y por lo tanto de capacidad hermenéutica, interpretativa (Nietzsche dice la capacidad o fuerza “retórica”)? El interés de Nietzsche se desplaza del arte y filosofía griegos hacia la retórica. El resultado de su indagación es que la retórica, la interpretación, es el modo de ser del hombre en general, y no solamente del hombre griego. No hay un solo hombre que no interprete ya que el hombre es por naturaleza “retórico”. Dicho de otra manera vivir e interpretar son idénticos, para el hombre. Pero además, en este pequeño ensayo, Nietzsche comienza a plantear el problema en términos no antropológicos sino cosmológicos en el sentido de que la vida en su totalidad es una fuerza de interpretación; en la medida en que es devenir, la vida como transfiguración es la vida que interpreta y que se autointerpreta. La transformación de la vida viene a ser su interpretarse. Se deduce de esto que Apolo y Dionisios tienden a confundirse, no ya como dos fuerzas o a la manera de dos actitudes sino como dos máscaras pertenecientes a un solo dios. Si Dionisios es el dios de lo vital y Apolo representa lo hermenéutico, Apolo es la máscara con la que Dionisios se nos presenta siempre. Esto es lo mismo que decir que Dionisios no se nos presenta nunca en otra forma que no sea la autointerpretación, o sea, con una de las infinitas máscaras apolíneas del devenir vital. El manifestarse y germinar continuos de la vida en múltiples aspectos indica que la vida es siempre “un punto de vista sobre la vida” y nunca una vida universal “en sí”. Estos puntos de vista son, por así decir, las autointerpretaciones apolíneas que da Dionisios de sí mismo; pero entonces tenemos que agregar que la misma distinción entre apolíneo y dionisíaco es, a su vez, una astucia ulterior de la vida, otra técnica (tekné) de interpretación. De esta manera, la vida como devenir heraclíteo es esencialmente un “juego cósmico”, un juego “divino”; este juego penetra como un “fuego siempre encendido”, bajo la apariencia de tierra, agua y nubes y en un recorrido infinito y circular todas las máscaras de la existencia, las recorre, las consume, las transfigura y propone otras nuevas (y al mismo tiempo viejas).
Entre estas múltiples máscaras, Nietzsche percibe dos que se le presentan como típicas del devenir histórico del hombre tal como podemos conocerlo hasta ahora; se trata de la máscara del hombre intuitivo (del hombre mítico) y la del hombre racional (del hombre científico). El problema no reside ya en contraponer entre sí estas dos máscaras, ni en reivindicar la validez de una sobre la otra, ya que sabemos desde ahora que ambas mienten. Pero, ¿cómo y porqué? O bien: ¿estas máscaras “interpretan” en base a qué “valores”, de acuerdo a qué “puntos de vista”? Comienza aquí el proyecto nietzscheano de una gran fenomenología del hombre intuitivo y del hombre racional, del hombre antiguo y moderno. Esta fenomenología se propone desenmascarar el arte y la ciencia, la religión y la moral, con el fin de poner al descubierto las “raíces” y los “valores”; más precisamente, se trata de una genealogía y la genealogía es un nuevo filosofar “histórico-arqueológico”. La genealogía de la historia universal pregunta: ¿cuáles son los principios en base a los cuales se inició y se desarrolló la interpretación? En todos los campos, y cualquiera sea el modo de ser del hombre, es éste ahora el problema capital. Es necesario, por así decir, atrapar a la hermenéutica en plena acción, hace falta descubrir los principios en base a los cuales la vida se autointerpreta, hace falta establecer el inventario de todas las máscaras y desenmascararlas en su propia condición de máscaras, en su modo de enmascarar. ¿Qué oculta cualquier máscara? ¿De qué manera una máscara se convierte en un “valor”? ¿Qué hay detrás de todo valor? ¿Qué es lo ve se revela y al mismo tiempo se oculta detrás de las raíces del arte, la religión y la ciencia?
La conclusión natural de la genealogía nietzscheana reside en la “transmutación de todos los valores”. Transmutar todos los valores significa hacer revelar ante sí misma la fuerza interpretativa de la vida, o sea, desentrañar la naturaleza última del hombre, su naturaleza hermenéutica para volver a colocarla en un nuevo horizonte de libertad. Así el “espíritu libre” de las obras “iluministas” no es otra cosa que la anticipación del “superhombre”, del “transformado”. Además, el mismo espíritu libre es el que pregunta: ¿no se pueden invertir todos los valores? ¿Si el bien fuera el mal? ¿Si Dios fuera nada más que “un invento y una sutileza del diablo”? Dentro de la esta parábola el nuevo “filosofar histórico” y por ende la genealogía[10], entendida como filosofía de la “sospecha” llega a su consecuencia extrema y más importante en la medida en que anuncia justamente la “muerte de Dios” y, por consiguiente, del fundamento último de todo valor que quiera proponerse en términos absolutos, o sea, como heterogéneo respecto al “sentido de la tierra”, que es juego cósmico e infinito devenir hermenéutico.
“Creo —escribió Nietzsche— que nadie como yo ha escrutado el mundo con una sospecha tan profunda y no solamente como ocasional abogado del diablo sino, para hablar en términos teológicos, asumiéndose hasta tal punto como enemigo y acusador de Dios.
En resumen, “el hombre moral no se acerca más que el hombre físico al mundo inteligible; porque el mundo inteligible no existe”.
La proclama de la muerte de Dios y de la inexistencia de un mundo inteligible de valores absolutos y “superiores” va acompañada por un conjunto de cuestiones de gran alcance que nos van a ocupar enseguida. Empecemos por acotar que el aforismo del “hombre loco” del tercer libro de La Gaya Ciencia no se presenta en forma aislada sino que mantiene un vínculo profundo con los aforismos anteriores y los que le siguen. No podemos hacer aquí un análisis detallado del tercer libro de Lo Gaya Ciencia; pero es indispensable recordar que el aforismo 125 (“El hombre loco” encuentra en el aforismo inmediatamente anterior una suerte de “introducción” subrepticia y de “desarrollo” implícito. Este aforismo se titula, significativamente, “En el horizonte de lo infinito”, y dice:
¡Hemos dejado la tierra y hemos subido a bordo! Hemos roto los puentes a nuestras espaldas, pero esto no es todo: hemos roto la tierra detrás de nosotros. ¡Y bien! ¡pequeña nave, mira hacia adelante! El océano se extiende a cada uno de tus costados; es verdad que no siempre brama, su gran extensión parece a veces seda, oro y sueño de la bondad. Pero van a llegar momentos en que sabrás que es infinito y que no hay nada más temible que lo infinito. ¡Oh, este pobre pájaro que se sintió libre alguna vez y que ahora choca con las paredes de esta jaula! ¡Ay de ti, si llegara a invadirte la nostalgia de la tierra, como si allí hubiera existido más libertad, y descubrieras que ya no existe ‘tierra’ alguna!
El aforismo 289 del cuarto libro (“¡Embarcaos!”) nos dirá cuál es la nave sobre la que Nietzsche se ha embarcado; allí se invoca una “nueva justicia” necesaria, un nuevo “mandato” y “nuevos filósofos”: “¡Existe otra manera de descubrir, y no solamente una! ¡Embarcáos, filósofos!” Zarathustra, precisamente, va a narrar la visión misteriosa del eterno retorno[11] a bordo de una nave como ésta, timoneada por los “temerarios de la búsqueda y la aventura”, él, que es amigo “de todos aquellos que hacen largos viajes y a quienes disgusta no vivir peligrosamente”.
“No hay nada más temible que lo infinito”, advierte el aforismo 124, e inmediatamente después el “hombre loco” aclara la naturaleza de este terror y el sentido de este peligro: ¿matando a Dios, no hemos cerrado todos los horizontes?
¿Qué hemos hecho cuando desatamos esta tierra de la cadena que la unía al sol? ¿Adónde va ahora? ¿Adónde vamos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No es la nuestra una eterna caída? ¿Hacia atrás, de lado, hacia adelante, en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No estamos vagando quizá como a través de una nada infinita?
(Pero el pájaro de la sabiduría dirá a Zarathustra en el momento de la última liberación: “¡He aquí que no hay ni arriba ni abajo! ¡Toma impulso y vuela, en círculo, hacia adelante, hacia atrás, tú que eres liviano!”)[12].
Se adivina ya de qué “infinito” se trata; es el “nuestro nuevo infinito” del aforismo 374 del quinto libro, donde se dice que el “carácter perspectivo de la existencia” nos obliga a reconocer que “el mundo se ha vuelto para nosotros ‘infinito’, una vez más, en la medida en que no podemos evitar la posibilidad de que encierre en sí interpretaciones infinitas”. Pero Nietzsche completa aún más este pensamiento:
Un gran escalofrío se apodera nuevamente de nosotros; pero ¿a quién le quedarían todavía ganas de divinizar de un modo inmediato, a la manera antigua, este mundo monstruoso e ignorado? ¿O de adorar quizá, también a la manera antigua, esta cosa desconocida como si fuera “aquél que es desconocido”? ¡Ah! este algo desconocido encierra demasiadas posibilidades no divinas de interpretación, demasiada brujería, simplezas, interpretaciones extravagantes: toda nuestra interpretación humana, demasiado humana, que ya conocemos…[13]
.Está en juego aquí el gran tema de la “sombra de Dios”, con el que se inicia, como recordábamos antes, el tercer libro de La Gaya Ciencia[14].
La sombra de Dios equivale en general al hecho de que en el hombre permanece la “necesidad metafísica”; designa asimismo la permanencia de valoraciones “humanas, demasiado humanas” en todas las manifestaciones de la vida (Dios ha muerto, sin embargo teniendo en cuenta la naturaleza de los hombres, van a persistir todavía por milenios cavernas donde se señalará su sombra con el dedo. ¡Y nosotros debemos vencer también su sombra!”). Esta lucha se especifica, en los primeros aforismos del tercer libro de La Gaya Ciencia, en algunos momentos fundamentales; el primero de éstos lo constituye la cosmología (aforismo 109: “¡Seamos vigilantes!”), le siguen el origen del conocimiento, el origen del pensamiento lógico, de la relación causa-efecto, etcétera. El vínculo teología-cosmología es, por cierto, el más importante, y además el más antiguo. Si Dios ha muerto, también caen todas las cosmologías tradicionales (que Nietzsche enumera en detalle. El universo no es ni mecánico ni finalista, ni libre ni necesario, no está privado de sensibilidad y razón ni al revés. Conceptos como los de “finalidad” y “azar” no son compatibles con el universo, y nuestros juicios estéticos y morales no lo afectan. Lo viviente es por sí sólo una variante del reino de lo inanimado,y una variante bastante escasa; el mismo orden astral en que vivimos pareceser una excepción y es arbitrario recurrir a supuestas “leyes naturales”, seanlas que fueren. Por último,
cuidémonos de pensar que el mundo crea continuamente cosas nuevas.No existen sustancias eternamente durables: la materia es un error, ni más ni menos que el dios de los eléatas. Pero ¿cuándo llegará el momento en que dejemos de vivir con circunspección y al acecho? ¿Cuándo dejarán de ofuscamos estas sombras de Dios? ¿Cuándo terminaremos de divinizar la naturaleza de una vez por todas? ¿Cuándo empezaremos a naturalizarnos, nosotros, hombres, junto a la pura naturaleza, nuevamente reencontrada, nuevamente redimida?
La conclusión del aforismo nos da algunas indicaciones positivas de extraordinaria importancia, que volveremos a tratar. Entretanto, observemos que la “naturalización” del hombre se hace posible ante todo si se reconocen los cuatro errores que se enunciaron en el aforismo 115. Estos cuatro errores consisten en que el hombre es incapaz de verse a sí mismo de un modo completo (es decir, genealógicamente); se originan, además, en el hecho de que lo hombres se atribuyen cualidades imaginarias, de que se colocan en una falsa localización jerárquica respecto del animal y de la naturaleza, y por último, de que establecen continuamente y al azar tablas de valores a las que consideran como eternas e incondicionadas. Tomar conciencia de estos cuatro errores y eliminarlos implica, además, excluir el “humanismo”, la “humanidad y la dignidad del hombre”.
Para vencer, pues, a las “sombras de Dios”, para desgarrar el velo de los antiguos errores, debemos acceder al sentido último del “nuevo infinito”, a la comprensión en sus raíces de lo que significa no poder evitar la posibilidad de que el mundo encierre en sí interpretaciones infinitas. No es, por cierto, un indicio casual del destino de un pensamiento (y de las consecuencias “destinadas” en él, como diría Peirce) el que el ensayo de l873, De la verdad y mentira en un sentido extramoral, donde se le impone a Nietzsche en primer plano el problema de la interpretación y del lenguaje, se inicie justamente con una “pequeña fábula” cosmológica[15]. Por otra parte, la idea del nuevo infinito cosmológico (consecuencias del nuevo infinito de las interpretaciones, pero también su anticipación) empieza a hacer su camino desde el tiempo de Copérnico (“De Copérnico en adelante, escribe Nietzsche, el hombre gira en torno al centro de una X”).
¿No data quizá de Copérnico en adelante (leemos en Genealogía de la moral, 25, p. 359) un proceso de autodisminucíón del hombre, de voluntad de volverse pequeño, que es imposible de detener? ¡Ay! la fe en su dignidad, en su unicidad, en su condición de irremplazable en la escala jerárquica de los seres, ha desaparecido; se ha vuelto animal, animal, sin metáfora, sin traición ni reserva, él que en su fe de una época era casi Dios (“hijo de Dios”, “Hombre-Dios”)… de Copérnico en adelante, se diría que el hombre ha terminado arriba de un plano inclinado —desde entonces va rodando siempre con mayor rapidez y alejándose del punto central—. ¿Dónde? ¿en la nada? ¿en la “aguda experiencia de su propia nada”?
Esta experiencia copérnico-freudiana del hombre contemporáneo, la experiencia de no sentirse ya contenido en el seno de la antigua madre Gea, de haber perdido un centro de identidad propia, corresponde a la experiencia auroral de “otro mundo que es preciso descubrir”, más aún, de “no solamente uno”, experiencia que sólo se hace posible gracias a “la nueva pasión del conocimiento”: “Que el conocimiento quiera ser algo más que un medio, esto es algo nuevo en la historia del conocimiento[16]. Querer ser algo más que un medio significa, para el conocimiento, liberarse de la necesidad metafísica de la ambición de adoptar valores “humanos, demasiado humanos” como si fueran verdades absolutas e incondicionadas, significa adoptar un único criterio: la “perspectiva”. La ciencia nos impulsa a tomar esta nueva actitud (aun cuando ella misma no se libere de la “necesidad metafísica” cuando pretende absolutizar su discurso),[17] para la cual no estamos todavía preparados. En una nota de fines del año 1881, Nietzsche escribe: ***
¡Cuan fríos y extraños son todavía para nosotros los mundos descubiertos por la ciencia! ¡Qué diferente, por ejemplo, es el cuerpo tal como lo sentimos, vemos, palpamos, tememos o admiramos, y el “cuerpo” que nos enseña a ver el anatomista! La planta, los alimentos, el bosque y todo lo que nos muestra la ciencia, todo ello es un mundo absolutamente desconocido, descubierto recién, nuevo, que presenta la más extrema contradicción con nuestra sensación. Sin embargo, la “verdad” debe encadenarse gradualmente en nuestro sueño; una vez por todas, debemos soñar cosas más verdaderas…[18]
“Soñar cosas más verdaderas” no significa salir del sueño. Sin que utilicemos metáforas, esto significaría que hay que superar la condición hermenéutica del hombre e incluso el carácter perspectivo que gobierna toda manifestación de la vida. Todas las civilizaciones, ha escrito Nietzsche, son grandes sueños; el tema del sueño (que surge nuevamente y no por casualidad en el ensayo de 1873)[19] se desarrolla luego de un modo altamente significativo en Humano, demasiado humano, para reaparecer de vez en cuando en las obras ulteriores. El sueño es, en general, el error que hace posible la vida, que la acrecienta y la mantiene. El sueño es la fuerza misma de la interpretación que se ha sedimentado en el pasado histórico y prehistórico del hombre, esa fuerza que ha ido construyendo durante milenios el depósito de todos los valores humanos y de todas las humanas realizaciones, y al mismo tiempo es la raíz de todos los errores y prejuicios. “Soñar cosas más verdaderas” significa, por lo tanto,
comprender qué es lo que, en un juicio de valor, pertenece a la perspectiva, es decir, el desplazamiento, la deformación y la aparente teleología de los horizontes y cualquier otra cosa que forme parte de la perspectiva; comprender además cuál es la dosis de estupidez en la confrontación de los valores opuestos y toda la pérdida intelectual con que se paga todo pro y todo contra.
Significa, además, “comprender la necesaria injusticia de todo pro y de todo contra, la injusticia como algo inseparable de la vida, la vida misma como condicionada por la perspectiva y por la injusticia”[20]. La lógica onírica, que Nietzsche analiza en el aforismo 13 de Humano, demasiado human,. es la que ha alimentado a la metafísica y la que ha inspirado la interpretación “neumática” de la naturaleza (Humano, demasiado humano, af. 8); ésta es la lógica (ilógica en sus fundamentos y basada solamente en una “fe”) que ha nutrido el orgullo del astrólogo, al igual que esa otra pretensión, no menos afín que es la soberbia del hombre moral; primero pretende que “las estrellas del cielo giran alrededor del destino del hombre”, el segundo cree que la esencia de las cosas coincide con aquello que tiene valor para él.
Sin embargo, el hombre no puede renunciar a la ligera a todo lo que constituye la sustancia de sus juicios de valor, sobre todo porque ha “incorporado” el error, la perspectiva y el sueño; hasta sus sensaciones “interpretan”. Hasta lo que se le presenta como placer o como dolor viene a ser el producto de su “intelecto interpretante”. Sin embargo, el hombre puede darse cuenta de ello, después de esa conversión, va a pertenecer (como anuncia el “hombre loco”) “a una historia más alta de cuantas historias hayan existido hasta ahora”. Empezará entonces a “soñar cosas más verdaderas”, justamente a causa de la muerte de Dios. Este asesinato, que destroza el sueño y las sombras del pasado, devuelve al hombre a la “pura naturaleza”, o sea a una naturaleza purificada del pecado, del sentido ‘de la culpa y de las morbosas fantasías idólatras. Al mismo tiempo, ese asesinato “naturaliza” al hombre y lo conduce, más allá de la pantalla exterior de los grandes sueños históricos, a una relación dionisíaca con el devenir de las cosas. Esa relación no será ya “humana, demasiado humana”, sino por el contrario “más que humana”. El hombre, que se ha desarrollado al azar hasta ahora como las plantas y los animales, podrá decidir, en el futuro, cómo va a desarrollarse. Esta es la gran posibilidad que se abre ante el “superhombre”: el que ha “devenido”, habiendo partido de la muerte de Dios y habiendo atravesado el tiempo necesario para comprender esa proclama; el que es un “transformado”, o sea, un “liberado” del “azar gigante”,[21] el que ha hecho del azar, del “así fue” un “así quise que fuera”. Por todas estas razones, la proclama de la muerte de Dios se coloca a mitad de camino en el itinerario de Nietzsche, e incluso en el centro de ese itinerario más extenso que lleva, según Nietzsche, del hombre al que él llamó superhombre.Pero ¿hemos dado una respuesta a la paradoja de nuestro punto de partida? ¿por qué el “hombre loco” busca a Dios? ¿Tenemos en nuestras manos, ahora, una respuesta a esta pregunta inquietante?
Habiendo vuelto por última vez a su caverna, Zarathustra se dispone a esperar, melancólico y a la vez impaciente. ¿Qué espera Zarathustra y a quién?Había comenzado su camino al alba, antes de la salida del sol, y había vuelto su mirada y su pensamiento al cielo de la aurora: “Oh cielo puro por encima de mí! ¡Insondable abismo de luz! ¡Al contemplarte, deseos divinos me estremecen! […] Tu belleza oculta al dios; es así como tú ocultas tus estrellas”. Debajo de nosotros, había dicho Zarathustra, “se levantan las nieblas brumosas de la obligación, la finalidad y la culpa”; al igual que “insidiosos felinos”, las nieblas quieren impedir que surja lo que Zarathustra y el cielo tienen en común, es decir, “el inmenso e ilimitado ‘decir sí y amén”.
Yo —había dicho Zarathustra— soy el que bendice y dice sí, para que tú me envuelvas, ¡tú, todo pureza y luminosidad, abismo de luz! (...) Esta es mi bendición: detenerme bajo cada cosa como bajo el propio cielo, como si fuera mi techo redondo, mi campana azul y mi eterna certeza; ¡feliz el que así bendice! Porque todas las cosas son benditas allí donde nace lo eterno y más allá del bien y del mal; bien y mal no son más que sombras intermedias, húmedas tribulaciones y perezosas nubes. Es la mía una verdadera bendición, y no una blasfemia, cuando enseño: “¡por sobre todas las cosas que existen, está el cielo azar, el cielo inocencia, el cielo accidente, el cielo arrogancia”. “Por azar”: he aquí la nobleza más antigua del mundo, que yo he devuelto a todas las cosas, purificándolas de su sujeción a la finalidad. Yo he puesto las cosas, cuando enseñé que, por encima y por entre medio de ellas, no existe “voluntad eterna” alguna… que quiera nada! En el lugar ocupado por esa voluntad, yo puse esta arrogancia y esta locura, cuando dije: “En cada cosa, lo único que es imposible es la racionalidad”! Hay, es verdad, un poco de razón, un germen de sabiduría esparcido entre estrella y estrella, este fermento se mezcla en todas las cosas; pero la sabiduría forma parte de todas las cosas, justamente por amor a la locura! Un poco de sabiduría es posible, lo acepto; pero en todas las cosas he encontrado esta certeza feliz: que sobre los pies del azar, ellas prefieren danzar. ¡Oh, cielo puro y alto por encima de mi! Esta es para mi tu pereza, que no hay una araña eterna ni telas de araña eternas, que tú eres para mí la pista de baile de divinos azares, que tú eres para mí la mesa que los dioses han preparado para dados divinos y para divinos jugadores.[22]
Así había hablado Zarathustra, y, al llegar a su casa, se le entreabrieron “todas las palabras del ser, saltando afuera de los cofres que las contenían”. De vuelta a su casa, Zarathustra ve que todas las cosas acuden amorosamente a su discurso, y puede hablar así a todas las cosas: “todo el ser quiere ahoratransformarse en palabras, y todo el devenir quiere aprender la palabra demí’’.[23]Nos damos cuenta, por fin, qué espera Zarathustra cuando ha regresado a su casa: espera su redención, su declinación; al caer, quiere dar a los hombres el más rico de sus dones…
Esto —dice— lo he aprendido del sol, que sobreabunda en riqueza cuando se pone; haciéndose de inagotables tesoros, colma al mar de oro, ¡de medo que hasta el más pobre pescador rema con remos de oro! Yo vi esto, en verdad, una vez, y me embriagué con lágrimas al contemplarlo[24].
¿Qué quiere dar Zarathustra? ¿Y qué vio una vez? Responder a esta pregunta implica también responder a quién espera, ‘‘lleno de divinos deseos’’, bajo la campana azul del cielo (y de su propia alma) que “oculta al dios”. Zarathustra lo dirá, como es su costumbre por medio de alusiones y enigmas pero Nietzsche lo había declarado abiertamente en el cuarto libro de La Gaya Ciencia, en el aforismo 337 que se titula ‘‘La ‘humanidad’ del porvenir’’.[25]
Zarathustra, pues, espera. Su alma (“campa azul”, “límite de los límites”, “cordón umbilical del tiempo”, destino) desborda como una viña madura; conserva “por debajo de ella mares mugientes” y espera, llena de sufrimiento a causa de su propia plenitud y sonriendo para no descargar en llanto su “melancolía purpúrea” su tormento y deseo infinito del “viñador” y de la “hoz del viñador”. “Si no quieres llorar, dice Zarathustra a su alma, entonces deberás cantar”. Y agrega:
cantar un canto aullante hasta que todos los mares enmudezcan, para escuchar tu jadeo, hasta que, sobre los mudos mares anhelantes flote la pequeña nave maravillosa de oro alrededor de la cual saltan estremeciéndose todas las extravagantes cosas buenas y malas, y además, muchos animales grandes y pequeños y todo cuanto tenga pies ligeros y extraños como para poder caminar sobre senderos de azul violeta hacia la maravilla de oro, la pequeña nave libre y su señor; pero éste es el viñador, que espera con su hoz de diamante, tu gran liberador, alma mía, el sin nombre, al que sólo cantos futuros podrán atribuir un nombre! Porque, en verdad tu respiración tiene ya el perfume de canto futuro.[26]
Después de haber narrado a sus compañeros la célebre visión del pastor ahogado por la serpiente, de la que el pastor se libera cortándole la cabeza de un mordisco. Zarathustra sobre la nave de los “temerarios de la búsqueda y la aventura” les había preguntado: “¿qué vi semejante a esto? ¿y quien es aquél que no podrá dejar de venir un día?”. A estas dos preguntas, debemos responder que la primera, el qué, concierne a la teoría del eterno retorno, y que el quién alude al superhombre. Pero, más profundamente deberíamos decir también que quién debe venir, para Zarathustra y para que se cumpla su caída, es más bien el viñador con su pequeña hoz de diamante. Es aquí donde el largo rodeo de nuestro discurso encuentra su fin. No nos sorprenderá que el hilo de Ariadna que habíamos seguido desde un principio a través de un laberinto nos lleva, ahora que llegamos al final, a Dionisios. Pero el modo como el camino concluye es asombroso y nos deja estupefactos. El retomo de Dionisios en la tercera parte del Zarathustra es en efecto la más alta revelación de la palabra de Nietzsche, su más gran “don”, que él expresa en una síntesis perfecta e inseparable entre imágenes y pensamientos, que nos parece que no ha sido nunca igualada. Todos los símbolos dionisíacos de la vida, de la plenitud, del entusiasmo, del oro de la vida, de la pequeña hoz de diamante, de la muerte se emplean aquí para describir al viñador en torno al cual danzan todas las cosas de la “naturaleza pura” (los entes del ser en su totalidad): el viñador es el dios de la muerte y el nuevo nacimiento, el dios de la quiebra del devenir y de su constante recomposición, el dios de a tragedia y de la comedia, más allá del dolor y la alegría, de mal y del bien: el dios del juego cósmico que con inocente arrogancia “echa aquí y allá los pedazos del juego”: su “reino de niño’’ es una tarea infinita hecha de castillos de arena[27].
Pero la palabra “Dionisios’’ no se pronuncia. El ‘‘dios”, oculto por la campana azul del alma-cielo, que hace su súbita aparición al modo de una visión de luz, sobre el horizonte de un mar infinito y profundo, es el “sin nombre”. Sólo ‘‘cantos futuros’’ de los que Zarathustra tiene sólo un presentimiento y un “perfume” podrán decir ese nombre. El retorno de Dionisios no es, pues lo mismo que Dionisios, no es el Dionisios de las obras de juventud. En una nota de 1881, Nietzsche escribió:
Durante un tiempo pensé que nuestra existencia era el sueño artístico de un dios, que todos nuestros pensamientos y sentimientos eran en el fondo inventos suyos que él imaginaba al crear su drama, que, tal vez, un pensamiento suyo era el que nos hacía creer a nosotros en el contenido de las frases ‘‘yo pensaría’’ o ‘‘yo actuaría”. La regularidad de la naturaleza sería comprensible como regularidad de sus representaciones; mejor dicho, sería suficiente que él nos pensara como seres que sienten la naturaleza como la sentimos nosotros. No es un dios feliz sino más bien, precisamente, un dios artista.
Así pensaba Nietzsche en una época, cuando la metafísica estética de la juventud le ocultaba lo que se escondía detrás de esa metafísica, pero que estaba destinado a manifestarse con tanta fuerza en plena luz; el carácter infinitamente hermenéutico de la existencia y del hombre, “nuestro nuevo infinito”, Zarathustra lo repetirá una vez más, después de haber anunciado la llegada del viñador, cuya visión percibe en el fondo del ojo de la vida (“sobre aguas nocturnas […] una pequeña barca de oro que se balancea, que a veces surgía a la superficie, otras veces tragaba agua, otras veces volvía a relucir’’: Lo segunda canción de baile, 4-6). En Los siete sellos, al final de la obra[28], Zarathustra puede sentarse a la mesa divina de la tierra para jugar a los dados con los dioses… porque la tierra es una mesa divina anhelante de nuevas palabras creadoras y de que se tiren los dados divinos”. Le llega aquí “un “sop1o del soplo creador y de esa celeste necesidad que es capaz de imponerse a la casualidad y de danzar en una ronda de estrellas”. Entonces, Zarathustra puede buscar de nuevo “las nuevas palabras creadoras’’, todas las palabras del ser y del devenir, que quieran aprender de él la palabra; puede nuevamente, impulsar las naves hacia tierras que no han sido descubiertas todavía’’ para llegar, quizá, allí donde el más pobre entre los pescadores rema con remos de oro. Ahora, por última vez, puede apostrofar a su alma:
La orilla desaparece, ¡he aquí que mi última cadena se ha cortado! El sin-fin brama a mi alrededor, allá lejos resplandece para mi el espacio y el tiempo. ¡Arriba! ¡Coraje, viejo corazón! (5, 7-1l).
El espacio, el tiempo y el sin-fin indican el itinerario del nuevo infinito hermenéutico y cosmológico. Cuando Nietzsche se pone en camino para “nuevos cantos’’, en realidad “se encamina hacia el lenguaje”, hacia el enigmael signo y su reenvío infinito. Sabemos ahora, cuál era el dios que buscaba el ‘‘hombre loco’’ con ayuda de la luz de una débil linterna alumbrada en “la clara luz de la mañana’’, sin embargo, ‘‘Profundo es el mundo, y más profundo que en los pensamientos diurnos”.
NOTAS:

[1] Ibídem, p. 194.
[2] Humano, demasiado humano, p. 11.
[3] Prefacio de junio de 1885, p. 3.
[4] Este motivo es el hilo conductor del libro de G. Vattimo, II soggetto e la maschera. Nietzsche e il problema della liberazione, Milano, Bompiani, 1974.
[5] Una comparación entre Nietzsche y Peirce debería mostrar que las dos “almas” de la filosofía contemporánea (el alma fenomenolóco-existencial-hermenéutica y el alma neoempirista, dejando de lado la orientación dialéctico-marxista, que exigiría otro tipo de discurso) no son tan lejanas como se piensa en general en cuanto a sus orígenes y el horizonte de sus problemas. Este discurso es ya actual en lo que se refiere a la relación Heidegger-Wittenstein (cf. los ensayos de K. Apel, dedicados también en abundancia a Peirce, recopilados en Comunitá e comunicazione, trad. it. de G. Vattimo, Torino. Rosenberg & Sellier, 1977).
[6] Para el concepto de “vida”, cf. H. G. Gadamer, Veritá e metodo, pp. 26-98.
[7] Para el problema de este pasaje en la cultura de la sofística, cf. el tercer subtítulo (Heráclito en la encrucijada) del quinto capitulo de esta obra.
[8] Los sátiros de la tragedia, según Nietzsche, encarnan este mito. Los sátiros del coro representan el hombre “natural”, no en el sentido de un hombre que hubiera precedido al hombre civilizado sino en el que lo eternamente humano (en el sentido dionisíaco) que acompaña subterráneamente a la civilización (que es, a su vez, el nomos apolíneo). Los sátiros del coro, dice Nietzsche, “viven por así decir de un modo indestructible detrás de toda civilización y, para vergüenza de todo nuevo cambio de las generaciones y de la historia de los pueblos, permanecen siendo eternamente los mismos”. Por eso, el sátiro “nada tiene en común con el mono. Al contrario, es el prototipo del hombre. . (La nascita de la tragedia, pp. 96-7).
[9] Es significativo que Nietzsche sostenga en este punto una posición que está en las antípodas de la del joven Hegel, quien sostenía, como se sabe, que “la filosofía se hace necesaria” justamente en las épocas de “división” y de “trabajo”. “Si la filosofía ha sido alguna vez benéfica, salvadora, preservadora, esto ha ocurrido entre los sanos; en cuanto a los enfermos, no ha hecho más que enfermarlos más aún. Si alguna vez un pueblo mostró signos de descomposición, si, con inerte tensión, se aferró a sus miembros aislados, nunca fue la filosofía la que pudo reintegrarlos con fuerza al todo”. Y además, ¿dónde encontraríamos un ejemplo que nos mostrara la debilidad de un pueblo al cual la filosofía habría devuelto su salud perdida?” (La filosofía nell’età tragica dei Greci, trad. de F. Masini, Padova, Liviana, 1970, p. 44). Esta posición de Nietzsche ilustra adecuadamente el carácter antidialéctico de su pensamiento.
[10] En Ecce homo (6, p. 337 de ed. italiana), Nietzsche advierte expresamente que el filosofar histórico, el “conocimiento histórico” que é1 defendiera en Humano, demasiado humano debe entenderse como “transmutación de todos los valores”, o sea, como genealogía. Para el tema de la genealogía, véase M. Foucault, “Nietzsche, la genealogia e la storia”, in Microfísica del podere, trad. it. de A. Fontana y P. Pasquino, Tormo, Einaudi, 1977, el texto original se encuentra en el volumen colectivo Homage à Jean Hyppolite, Paris, P.U.F., 1971.
[11] Cf. Cosí parlò Zarathustra, III, La visione e l’enigma, 11-25.
[12] Così parlò Zarathustra, III, I sette sigilli [Los siete sellos], 7, 5-7. Se sabe que el “Hombre loco” se denominaba primero, en un borrador, “Zarathustra”. Cf. La gaia scíenza, nota de los editores, p. 544.
[13] Nietzsche polemiza en este pasaje con los adoradores de lo desconocido cf. Genealogía de la moral, 25, pp. 360-1. Este “divinizar a la manera antigua” se vincula con el motivo de la “sombra de Dios” de que hablaremos ahora en el texto. Por otra parte, el aforismo 125 debía terminar (a juzgar por un segundo borrador que Nietzsche descartó luego) del modo siguiente: “Si seguimos viviendo y bebiendo la luz, en apariencia como hemos vivido siempre, ¿no será al modo del brillo y el centelleo de los astros que se han extinguido? No vemos todavía nuestra muerte y nuestras cenizas; de ese modo, nos hacemos ilusiones, y nos inclinamos a creer que nosotros mismos somos la luz y la vida; pero no es más que la vieja vida pasada, la humanidad pasada y el Dios anterior que nos tocan todavía de lejos con sus rayos y su calor — ¡también la luz requiere tiempo, también la muerte y las cenizas necesitan su tiempo! Por último, nosotros que todavía vivimos, ¿qué es nuestra luz si la comparamos con las generaciones pasadas? ¿Es acaso algo más que la luz cenicienta que recibe la luna de la tierra iluminada?” (La gaia scienza, pp. 544-5).
[14] “Nuevas batallas. Después de la muerte de Buda, se continuó señalando con el dedo durante siglos su sombra en una caverna, una caverna inmensa y horrible […]” (La gaia scienza, p. 117).
[15] “En un rincón remoto del universo esplendente y extendido a través de infinitos sistemas solares, había tina vez un astro; sobre é1, animales inteligentes descubrieron el conocimiento. Fue aquí el momento de mayor arrogancia y el más mentiroso de la “historia del mundo”; pero todo eso duró solamente un minuto, después de que la naturaleza respiró unas cuantas veces, el astro se entumeció y los animales inteligentes debieron morir.” (De 1a verdad y mentira en un sentido extramoral, primer párrafo).
[16] La gaya ciencia, 123. Por supuesto, es significativo que este aforismo (”El conocimiento es algo más que un medio”) vaya seguido inmediatamente por los dos aforismos cruciales (“En el horizonte de lo infinito” y “El hombre loco”).
[17] Cf. La Gaya Ciencia, aforismo 373 (“Ciencia’ como prejuicio”). El aforismo que sigue es, como ya sabemos, “Nuestro nuevo ‘infinito”.
[18] Vol. V, tomo II, p. 447.
[19] Cf. Su veritá e menzogna in senso extramorale, p. 369.
[20] Prefazione de 1886 a Humano, demasiado humano, p. 9. Para la “injusticia” de toda ‘perspectiva”, cf. también la segunda de las Consideraciones intempestivas, De lo utilidad y el daño de los estudios históricos para la vida.
[21] Como se sabe, Zarathustra dice a sus discípulos que ellos tienen el deber de “dar un sentido a la tierra”: “Combatimos todavía palmo a palmo con el azar gigante, y el absurdo, el sin-sentido ha dominado hasta ahora sobre la humanidad entera” (Della virtù che dona, 24-26). El adivino predicará luego la doctrina de la “horrenda casualidad”. Pero a todo ello Zarathustra terminará por oponer, como veremos, el “azar” entendido como “divino”. Este cambio sólo es posible en virtud de la comprensión del “eterno retomo” como amor fati.
[22] Antes de a salida del sol, 73-l 09.
[23] La vuelta a casa, 62.64.
[24] De las tablas viejas y nuevas, 29-34.
[25] ‘La humanidad del ponenir’. Si miro la época presente con la mirada propia de una época pasada, no puedo encontrar en el hombre de hoy nada que sea más característico que esa específica virtud y enfermedad que se llama “sentido histórico”. Esa virtud es un germen que puede dar lugar a algo totalmente nuevo y desconocido para la historia; si se otorgara a este germen algunos siglos más, y pudiera germinar, surgiría al final un fruto admirable, dotado de un perfume igualmente maravilloso, que haría que nuestra vieja tierra fuese más agradable para habitar que cuanto pueda haberlo sido hasta ahora. A partir del presente nosotros empezamos a crear, anillo por anillo, la cadena de un sentimiento que será poderoso en el porvenir; nos damos cuenta apenas de lo que hacemos […] cargar todo esto sobre el alma de cada uno, lo más antiguo y lo más nuevo, las pérdidas, las esperanzas, las conquistas, las victorias de la humanidad, poseer por fin todo esto en una sola alma y condensarlo en un único sentimiento… esto debería tener como resultado una feticidad que el hombre no ha conocido jamás hasta ahora:
la felicidad de un dios colmado de potencia y de amor, de lágrimas y de risa, una felicidad que, al igual que el sol al crepúsculo no se cansa de expandir dones de su inextinguible riqueza y los esparce en el mar y que, como el sol, sólo entonces se siente absolutamente rica, cuando el más pobre pescador rema con un remo de oro. Este sentimiento divino se llamaría entonces... humanidad” (pp. 196-7).
[26] El gran soplo, 78-92.
[27] Este nombre no es, por lo tanto, “humanidad”, como sugería el aforismo 337 de La Gaya Ciencia.
[28] O como la obra hubiera debido terminar si Nietzsche, como se sabe, no hubiera añadido luego una “cuarta y última parte “, donde sólo los dos últimos capítulos (El canto del noctámbulo y El signo) retornan, a mi parecer, el tono y la altura de las tres primeras partes del Zarathustra.
GUÍA DE PREGUNTAS:
SINI: NIETZSCHE
1. ¿Qué relación hay entre lenguaje, método genealógico y ciencia? 2. ¿Qué relación hay entre verdad y lenguaje? 3. ¿Qué relación hay entre verdad y ciencia? 4. ¿Por qué se afirma que el “socratismo” se identifica con “el nacimiento del espíritu científico” y el “núcleo de la historia universal”? 5. Diferencie la ciencia del arte en relación con la verdad. 6. Diferencie la “cultura antigua (presocrática)” de la “cultura moderna”. Relacione con los conceptos de “valor” y de “vida”. 7. ¿Qué es la retórica? ¿Por qué su conocimiento nos permite comprender el fenómeno humano?

Nietzsche: SOBRE VERDAD Y MENTIRA EN SENTIDO EXTRAMORAL
GUÍA DE PREGUNTAS
1. ¿Qué concepción del intelecto humano subyace al desarrollo del primer párrafo del texto? ¿Cuál es su función? ¿Cuál es su efecto? ¿Cómo opera? 2. ¿Es capaz de conocer la verdad? ¿Por qué? ¿Qué se entiende por “verdad”? Señale las diferentes definiciones en el texto. 3. ¿Cómo ha sido posible el “impulso a la verdad”? 4. ¿Cómo se concibe al lenguaje? 5. ¿Por qué no podemos acceder a la verdad por el lenguaje? 6. ¿Qué se entiende por “palabra”? 7. Si el lenguaje no permite alcanzar la verdad ¿cuál es su función? 8. ¿Qué es un concepto? 9. ¿Qué críticas podría señalar a la noción de “concepto”? 10. ¿De dónde procede el impulso a la verdad? 11. ¿Qué relación hay entre razón y dominación? 12. ¿En qué sentido se puede hablar de inconmensurabilidad entre sujeto y objeto? 13. ¿Qué es “regularidad” y “ley natural”? 14. ¿Qué aportan el lenguaje y la ciencia a lo empírico? 15. ¿Cuál es la función de la verdad del mito y del arte?